viernes, 13 de marzo de 2015

"Una pierna y un ojo" por Daniel L. Ruiz








Al viejo le faltaba la pierna izquierda. Nadie sabía por qué, y a casi nadie le importaba saber por qué. Cuando algún niño preguntaba, el viejo le decía que la perdió arrancando de un tiranosaurio. A veces una mujer le preguntaba, y el viejo le decía que la perdió en un incendio. A veces le preguntaba un hombre, y el viejo le decía que la perdió en un choque con un camión.

La verdad es que a nadie le importaba realmente, ni siquiera al viejo. Algunas personas le preguntaban por hacer conversación, cuando se detenían a echarle alguna moneda en el sombrero, y él aprovechaba para contar la historia de turno.

No la contaba más de una vez al día. A veces ninguna, cuando pasaban las horas sin que nadie se detuviera. Algunas personas dejaban monedas, pero no dejaban de caminar. Esos días eran aburridos para el viejo.

—¿Cómo sucedió? —le preguntó una mañana un hombre, con la mirada fija en el piso y los ojos ocultos por un sombrero.

—¿Ah? —dijo sorprendido el viejo. Era primera vez que alguien le hablaba tan temprano. Más aún, era primera vez que alguien pasaba por ahí tan temprano.

—¿Cómo sucedió? —repitió el hombre, apuntando con un bastón hacia donde estaría la pierna izquierda del viejo, si la tuviera. Tenía un tono amable, y su forma de moverse lo era aún más.

—Accidente en lancha —comenzó el viejo—, cuando trabajaba en el muelle Prat —normalmente, para ese punto de la historia, la persona que le preguntaba ya se habría despedido—. Un día de tormenta, se me ocurrió trabajar con la lancha. Nadie pasó por el muelle, aparte de uno que otro raro con abrigo que quería mirar el mar y no subirse a una lancha. Me paseé unos pasos por la cubierta, y el viento que había me echó al agua —era primera vez que su historia se alargaba tanto—, y bueno, la mala suerte que tuve, que hacía dos minutos había encendido el motor para mover la lancha un poco. Así fue, así fue.

—Excelente historia —le dijo el hombre, aplaudiendo un par de veces.

—Usted es la primera persona que se queda a escucharla hasta el final.

—Me sorprende, aunque ya lo sepa.

—¿Cómo dijo?

—Hace unos días un niño le preguntó, a pesar de que su madre le dijo reiteradas veces que no lo hiciera, cómo había pasado. Usted le respondió que fue durante un encuentro con un tiranosaurio. Una semana antes de eso, una apuesta joven le preguntó. Usted le respondió que fue dentro de un automóvil que estalló. Y pocos días antes de eso, un hombre de más o menos mi edad le preguntó. Usted le respondió que fue en un accidente de trabajo cuando era contratista.

—Bueno… —dijo el viejo, al no saber qué agregar—. Ha puesto mucha atención.

—Y ninguna de esas tres personas se ha quedado para escuchar hasta el final. ¿Por qué inventar tantas historias diferentes, si sabe que nadie las escuchará hasta el final?

—Sólo invento el principio. Lo demás aparece en el momento.

—Ambos sabemos que eso no es verdad —dicho esto, el hombre finalmente miró al viejo a los ojos. Tenía un parche de cuero negro en lugar del izquierdo.

—Está bien, no se lo negaré.

—Se lo agradezco. ¿Quiere saber cómo pasó esto? —le preguntó, levantando su bastón y señalando con el mango su parche.

—Si quiere contármelo, por favor.

—Sucedió cuando invité a un pterodáctilo a tomar el té. Revolviendo el contenido de mi taza, una gota saltó a mi ojo, y el pterodáctilo fue demasiado literal con respecto a tomar el té. Usted entiende.

El viejo pudo reírse un poco.

—No está mal —le dijo al hombre.

—¿Lo encontraré aquí mañana?

—Mañana, y todos los días.

—Oh, espero que no —concluyó, y antes de que el viejo pudiera preguntarle por qué lo decía, el hombre ya no estaba.

Las horas pasaron en Condell como todos los días. Con ayuda de su muleta, poco antes de que el cielo se tornara oscuro, el viejo se retiró.

Y allí estaba al día siguiente, a la misma hora, como todos los días.

—Y aquí está —le dijo el hombre, a la misma hora que el día anterior, con la mirada igual de cubierta por el sombrero. La única diferencia en él era un saco que llevaba al hombro.

—Y aquí estoy —respondió el viejo.

—Le he traído algo —siguió el hombre, dejando el saco frente a su interlocutor.

—¿Esto qué es? —preguntó el viejo, sobrecogido por el asombro.

Tres piezas metálicas, unidas por varias piezas más que formaban dos articulaciones.

—Es una pierna —respondió el hombre —. ¿Le gusta?

El viejo no supo qué decir. La pierna era de bronce, bastante ligera. Se sentía hueca, aunque era notorio que algo había dentro de las tres piezas que la formaban.

—Es… —fue todo lo que logró decir.

—Con eso basta. Pruébesela, por favor, y acompáñeme.

Y eso hizo. Con ayuda de su muleta, se puso de pie. Unir la prótesis al muñón fue fácil, demasiado fácil. Algo sonó, sintió algunas cosas moverse dentro de las tres piezas metálicas, y vapor comenzó a brotar de las articulaciones.

—Está caliente.

—Oh, se acostumbrará, se lo aseguro. Antes, eran mucho más calientes. Y más pesadas. He podido reducir la temperatura y la cantidad de piezas necesarias. Si no fuera así, no podría usar esto —y mirando al viejo a los ojos, se quitó el parche. Un ojo de hierro, con pupila de lapislázuli, en una cuenca de bronce, apareció ahí.

—…

—Responderé sus preguntas en el camino, sígame.

El viejo no fue capaz de preguntar nada. Siguió al hombre en silencio, un largo camino, hasta que pasaron el muelle Barón, casi llegando a Portales.

—¿Eso… es suyo? —fue la primera pregunta.

En el mar, frente a ellos, frente a ningún puerto, había un barco que el viejo no pudo entender. Las velas iban en direcciones extrañas, tenía piezas más extrañas aún, su forma era extraña también. Nada del barco parecía correcto, pero sin duda se veía sumamente funcional.

—Soy su capitán —respondió el hombre.

Con una nube de vapor, un puente metálico se extendió desde el barco hacia ellos. El hombre comenzó a cruzarlo, pero se detuvo a mirar a su acompañante. Una vez el viejo también comenzó a avanzar, ninguno se detuvo.

—Veo que le ha ido bien, capitán —dijo una mujer que recorría la cubierta, con la mano derecha de brillante hierro y bronce sujetando un libro cerrado.

—Bastante bien, sí —le respondió el hombre, haciendo un gesto con su sombrero—. ¿Qué le parece su nueva pierna?

—¿Ah? Pues… —el viejo se tardó un poco en asimilar que le acaban de preguntar algo—. Pues bastante bien.

—Ha cruzado el puente sin problemas.

—Sí, sí, cierto. Tiene razón —dijo impactado el viejo, apenas ahora notando todo el camino que recorrieron—. Es muy…

—¿Real?

—Sí, real. Esa es la palabra.

—Excelente. Muchas gracias, mi amigo. Es lo que me gusta escuchar sobre las cosas que hago.

—¿Puede…? ¿Puede explicarme qué es todo esto?

—Esto son mis invenciones. El barco, la pierna, el ojo, la mano. He tenido ayuda con la producción, y mi sentido de la estética no es muy agudo que digamos, pero todo es invención mía. Le presentaré a mis asistentes, sin ellos no llegaría a nada. Bienvenido.

—Entiendo… —mintió el viejo, sabiendo que el capitán no le creería—. Pero… ¿por qué me trajo? Sólo soy un viejo que pide limosnas. Lo único que tengo es mi muleta. No soy…

—Usted es mi amigo, tanto como cualquier miembro de mi tripulación. Todos ellos tienen algo en común, y yo también lo tengo. Y usted, mi amigo, lo tiene.

—¿De qué habla?

—Cualquiera que invente miles de historias, aun sabiendo que nadie se detendrá lo suficiente para escuchar el final, se gana un lugar en este barco. Si me disculpa, tengo que atender algunas cosas.

Dicho eso, el hombre se alejó. Algunas personas se acercaron al viejo, le dieron la bienvenida, le explicaron qué pasaba, mientras el capitán gritaba algunas órdenes.


Aunque quería escucharlas todas, las voces a su alrededor, dándole respuestas y saludos, desaparecieron. Un rugido, acompañado de varias nubes de vapor, fue todo lo que el viejo escuchó mientras el barco levantaba vuelo.

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