jueves, 12 de febrero de 2015

"El vigilante errante" por Mauricio Raiz







—Dijeron que pusieron otra bomba en la plaza.

Adriana no hizo caso de la advertencia de su compañera de cuarto y sacó su paraguas de la percha que había junto a la puerta, cerró su chaqueta de cuero hasta la mitad del pecho y se dispuso para salir.
Ya en la calle se encontró de frente con los esperpentos multicolores; eran de proporciones exageradas, pero no les temía. La lluvia no era tan fuerte como para impulsarlos a abalanzarse sobre ella., aunque siempre era una posibilidad, pues los derrumbes eran cosa de cada invierno. Tal vez lo mejor era salir de ahí pronto, así que se puso en marcha hacia la parte plana de la ciudad, la parte ajetreada donde las grandes edificaciones absorbían la vista y, lamentablemente, donde debía ir cada día para trabajar si quería solventar su estilo de vida y además,  de paso, poder ver a su amigo.


Casi sin explicación lógica se habían conocido ahí, frente a la animita. Él se había acercado para pedirle fuego y ella le había contestado automáticamente que no fumaba. Él le había dicho que siempre había que tener fuego, aunque no fumara, nadie sabía cuándo podría ser de vital importancia. Esa vez no le prestó atención y siguió su camino, pero cuando volvió a encontrárselo en el mismo lugar una y otra vez, sentado junto a la animita, empezó a sentir un curioso interés, aunque no se atrevió a hablarle hasta que él le volvió a pedir fuego.

    —Toma —le dijo Adriana sacando un encendedor del bolsillo de su chaqueta.
    —Gracias —Se agachó y prendió una vela que había al interior de la pequeña construcción. Luego se volvió hacia ella y le devolvió el encendedor—. Me llamo Javier ¿y tú?
    —Adriana. —Hubo un instante de silencio que le sirvió para acumular valor—. La otra vez me dijiste que siempre había que tener fuego, pero no me di cuenta hasta ahora que parece que nunca andas con uno tú mismo.
    Javier sonrió.
    —Lo que pasa es que no puedo andar trayendo fuego conmigo.
—¿Por qué? —lo miró con incertidumbre.
    —Porque estoy muerto. Esa es mi animita.

    En primera instancia casi lo creyó, pero luego vio que en una parte de la pequeña estructura había tallado un nombre de mujer. Javier advirtió su observación y le explicó que hace más o menos un año había causado un incendio.

    —Eso te bastará para entenderme.

    Ella le contestó que sí y que esa vez andaba con prisa, pero que esperaba poder seguir hablando con él luego.

Después de eso se comenzaron a ver al menos una vez a la semana, siempre los jueves a las siete de la tarde. Hablaban de todo tipo de ideas alocadas, pero nunca trataban temas personales, pues la primera vez que Adriana intentó saber por qué él siempre estaba en ese lugar, evadió el tema dirigiéndolo hacia una discusión más profunda sobre las clases sociales y la demografía retorcida de Valparaíso. Era usual que los temas y los comentarios de Javier le resultaran extraños, pero había uno en particular que le había causado mayor impresión por sobre cualquier otro:

     —Cuando te he dicho lo del fuego… no me refería a la necesidad de los vivos y menos a las de los muertos —comentó contemplando la nada entre los edificios. Como si siguiera algo con la vista—. Hay algo más.

    Después continuó hablando de otro asunto y fue imposible retomar tan enigmáticas palabras. Se le hacía difícil tratar con él, pero no podía negar la atracción que ejercía y el relajo que significaban sus diálogos, era el descanso previo a una labor carente de placer.
***
    La bomba había resultado ser otra farsa, la segunda de la semana, así que pasó tranquilamente a la florería y compró un par de claveles, uno rojo y uno blanco, y fue al encuentro con Javier, ya iba una semana que no sabía nada de él y tenía que contarle muchas cosas. Miró su reloj, eran las siete cuando llegó a la avenida, pero no apareció, dejó las flores en su sitio y prendió una vela. Debía ser puntual en el trabajo así que se marchó pronto. Luego de eso nunca volvió a verlo otra vez, encendió una vela cada jueves esperando el reencuentro, pero no sucedió. Al menos aprendió que siempre debía andar con fuego a mano, pues podía ser necesario, de vital importancia; para alguien, para algo, quizás para el ser que vela por los espíritus olvidados o para algo más.



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