“El Hospital Deformes ya autorizó el
procedimiento” esa frase nos hacía temblar a todos, los gimoteos pronto se
llenaban del silencio que minutos antes había inundado las celdas. No había
mucho que decir, encerrados por nuestras conductas violentas, las conversaciones
no se hacían muy espontaneas. Estábamos en un silencio pseudo acogedor, no de
esos incómodos, sino de esos consensuados, de esos en los que las palabras
simplemente sobran. Pero cada vez que esa frase se repetía uno de nosotros
desaparecía. Abrieron mi celda, y a pesar de retroceder lo que más pude y
apegarme a la pared, hasta casi fundirme con ella, me tomaron y encerraron en
un contenedor levitatorio. Soy un macho, considerados por algunos como el alfa,
y estaba aterrado. En cuatro patas, agazapado con el estómago pegado al suelo
mientras era transportado al hospital. El viaje fue corto, de un par de
cuadras. Cuando bajaron mi contenedor del vehículo nuevamente la sensación de
vacío en el estómago…odio el vaivén que provoca la levitación poco constante
que generaba mi carcelero. Llegamos a una habitación de paredes extremadamente
blancas, abrieron la puerta para prepararme para cualquiera que sea el
procedimiento médico que me iban a hacer y aproveche la oportunidad de correr,
no sabía dónde estaba ni a donde ir, pero el peligro se sentía en todas partes.
Los doctores de inmaculadas batas me redujeron en segundos, y pronto me tenían
sobre una mesa de operaciones con una mascarilla de anestesia y un extraño
aparato en mi cabeza, ajustado con un gel que escurría por mi cabello. No
quería dormir. Miré para todas partes tratando de buscar ayuda. Una
enfermera me vio y dijo: “Tranquilo muchacho”…muchacho…muchacho…muchacho…las
palabras resonaban en mi cabeza mientras descendía en el abismo de los sueños.
Desperté agitado, solo en una
enorme habitación, me fui a levantar pero las piernas no me respondieron y caí
pesadamente al suelo, el ruido atrajo al personal médico que prontamente volvió a acomodarme en la camilla, amarras en mis cuatro extremidades, pero todo
se sentía diferente, estaba desorientado, me miré y vi que todo había cambiado,
mi cuerpo ya no era mi cuerpo, era el de otro.
–Señor, sé que todo es confuso
ahora, pero debe mantener la calma, ha sido sometido al procedimiento de ajuste
de personalidad para complementar la condena que estaba llevando. Su mente y
esencia fue traspasada a otro cuerpo, el cual cuenta con ciertos bienes que
ahora le pertenecerán, debe alegrarse, ya no es un callejero. Mañana comenzará
con sesiones de kinesiología para aprender a caminar en dos extremidades, y la fonoaudióloga le ayudará a comunicarse en nuestro lenguaje.
– No sé para que les explicas lo
mismo una y otra vez, son perros y siguen siendo lo mismo – El auxiliar me
miró con desprecio mientras apuntaba una luz brillante en mis ojos.
–No es cierto, que no se puedan
comunicar no significa que no entiendan lo que uno les dice, ¿cierto muchacho?– Era ella, la enfermera en la sala de operaciones.
–¿Cuántos quedan vivos desde que
esta enfermiza ley apareció? Ninguno, es una excusa para deshacerse de canes y
de criminales al mismo tiempo.
Mierda, nadie sobrevivía a esto…
¿quién podría? Toda mi vida había desaparecido, el mundo entero había cambiado
y lo único que quería era salir de ahí.
–Este muchacho puede ser diferente,
sé que nadie ha vivido mucho tiempo luego del cambio, pero también hay que
pensar que ahora tenemos más profesionales a cargo del proyecto– me brindó una
sonrisa cálida, pero se notaba la duda en sus ojos. ¿Duraría en este cuerpo?
¿Me podría adaptar a ser un humano, aquella raza que me enseñó a pelear contra
mis iguales? ¿Quiénes me obligaron a pelear en la clandestinidad hasta la
muerte?
Salieron de la habitación y
nuevamente llegó el silencio, como antes, cuando estaba con los
demás, con los de mi clase. Debía adaptarme, debía ayudarlos, debía…el sueño se
apodera de mi, se cierran mis ojos, no debo olvidar, debo hacer lo
necesario para avanzar…
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