sábado, 31 de enero de 2015

"3:07 AM" por Daniel L. Ruíz

            





El viejo olía a tierra de hojas y agua salada. Caminaba como un rey jorobado, altanero y lleno de confianza, aún estando tan encorvado que parecía de metro y medio. Muy extraño. Usaba un poncho, bufanda, un sombrero de ala amplia, botas cubiertas de barro seco y pantalones desteñidos. Y bajo la bufanda le salía humo. Humo con olor a arena.

Eran pasadas las tres de la mañana y me habían dejado botado en la subida Ecuador. “A las una nos juntamos ahí” dijeron. Seguro, seguro. Llegar media hora tarde era lo normal, me lo esperaba. Una hora no pasaba todos los días, pero no era tan terrible. En dos horas me aburrí. Eso hasta que vi al viejo. Tenía un par de tragos encima, y lo seguí. No supe bien por qué.


Olía como debe oler un bosque sobre el que cayó una ola.

Caminó derecho a Aníbal Pinto, hacia Esmeralda. Al pasar al edificio de El Mercurio saludó hacia el cielo. Los tragos deben haberme afectado más de lo que pensé, porque cuando miré hacia arriba, me pareció que la estatua de Mercurio se estaba moviendo.

El viejo subió las escaleras tras el edificio. Me quedé abajo cuando noté que todos los peldaños se movían. No debí beber tanto.

—No está aquí… —dijo de pronto, hablando solo.

Bajó las escaleras, y me ignoró por completo. “Seguramente no ha notado que lo estoy siguiendo” pensé.

Siguió caminando sin doblar en ninguna esquina. Hizo un gesto hacia arriba cuando pasó junto al reloj Turri, como el saludo de antes, pero mucho más extraño, no entendí qué era.

Y siguió avanzando… esa calle debería tener mejor iluminación. Con el humo que soltaba el viejo, casi desapareció por completo.

Salí de las sombras y lo vi de nuevo… subiendo desde Sotomayor, por la Plaza de la Justicia. Se dio vueltas por ahí un buen rato… y miró la estatua otro tanto. Siempre me ha parecido extraña esa estatua. El viejo no se movió mientras la observaba, pero me pareció que la estatua sí lo hizo… no debería volver a ese local de subida Ecuador.

—¡Ahí estás! —gritó de pronto.

—Baja la voz —respondió algo. En ese momento me di cuenta de que debería haber ido al baño antes de salir del bar.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el viejo.

—No me digas que me buscaste en la Cueva —siguió diciendo ese algo.

—Ahí vivías, es tu cueva.

—Todos saben que es mi cueva, es un lugar demasiado obvio. Sería un estúpido si me quedara ahí —levantaba la voz poco a poco, y cada vez era más inhumana—. Como tú, por dejar que te sigan.

Sí, debí ir al baño antes de salir del local.

—¿Crees que no lo había notado? —dijo el viejo, y sentí que me daba un infarto—. No te preocupes, no será problema.

—Eso espero. Sería una lástima que me decepcionaras justo ahora.

Los ojos brillaron entre el sombrero y la bufanda. No sé por qué, pero sólo pude pensar en fuego infernal. No pude despegar la mirada de ese brillo.

El humo envolvió al viejo por completo. Cubrió la calle como niebla, sin subir. Se sintió como agua helada cuando lo tuve encima, y como una fumada mal hecha cuando me llenó la nariz, el cuello, y los pulmones. Alcancé a ver mis manos consumiéndose hasta que se notó el hueso bajo la piel, luego todo se empezó a volver borroso y oscuro.


Entonces supe que no volvería nunca a ese local de subida Ecuador.

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