jueves, 22 de enero de 2015

"Bajo el Paraíso" por Ofelia Ismed





“Esta es Radio El Baúl de Ligeia, desde algún punto del planeta transmitiendo para nuestro Puerto sombrío y para todo el universo.  En nuestra sección Fastos lúgubres  El 2 de agosto de 1883, el gobierno de Domingo Santa María logró la aprobación de la ley de cementerios civiles… Oficializando de este modo la secularización de los espacios de la muerte…” A doscientos treinta metros de la superficie, el N, una bestia de 150 metros de largo y 15 de diámetro, era el último presente que las Fuerzas Biomédicas Internacionales habían entregado a la dictadura nacional. Era el último eslabón de una cadena de sucesos que demoró en armarse cincuenta y un  años. El último en comprobarse su existencia, pero una de las primeras piezas para la constitución del Imperio de la Segunda Conquista.


Parte I: “Pasajes de una agonía porteña”

Cierta vez, me vi en medio de la disforia arquitectónica, creando pasiones en la cabeza. Estaba en un puerto de nefastos, agraciados y sumisos, sentada en una escalera humedecida por la orina de los ebrios y la niebla de medianoche. En ese momento, daba igual. Me levanté para soltar las piernas, después de inventar tres o cuatro sufrimientos. Bajé de Panteón al plan y del plan a Playa Ancha. Tenía tiempo de sobra.
Me topé como era normal a esas horas, sectores de brillantes adoquines que reflejaban el ocre de las lámparas.  Echaurren, de noche, apaciguaba su olor a pescado y  mierda de vagabundos y perros; hedores que brotaban en el día en forma de  vapores al calor del sol. Del antiguo callejón de los meaos me hice amiga, como de otros sórdidos lugares que preferiría borrar de la memoria intacta.
Era el año 2004, yo era una sureña de veintitantos sin mucha tinta en el cuerpo. Había llegado del país a la universalidad;  había llegado del sur a un shock de cosmovisión; extraña del Vals Peruano, de la Cueca Chora, del Vals Parisino, del Bolero, del Tango, de las decimonónicas Mazurcas Rusas y de los Nocturnos más familiares. El puerto era para mí, el reflejo degradado de una época de esplendor; en cada una de sus calles infectadas de dolor, lucía la lucha de los pobladores pobres y ricos por destacar los progresos de una modernidad ya carcomida por la sal marina.
Seguí mi camino, esquivando a los poetas de hablar pausado, a los vendedores malhumorados de pasta base y cocaína y a los marinos sedientos de prostitutas de taco elegante, o de taco remachado. Volví a escalar, esta vez por Carampagne, tropezando con el asfalto mugroso. Quería apresurar el paso -dejar de ser la viajera huevona-. Subí más y más rápido hasta llegar a Avenida Playa Ancha.
Más arriba, en Levarte, vi dos hombres abrazados; le hablaba uno al otro al oído, con suavidad, con tranquilidad, podría decir que hasta sentí dulzura. Cuando avancé un poco más, me percaté que el tranquilo acuchillaba al otro que permanecía inmóvil con la cabeza gacha. Lo soltó con sutileza mientras tambaleaba. Escuché llorar al de la cara escondida. Sentí todos los músculos tirantes en el cuerpo y un temblor leve que comenzaba desde mis rodillas me decía que fue la peor decisión llegar hasta estas tierras. El hombre tranquilo me señaló con letargo. ¡Cresta! ¡Puta madre! ¡Y yo con esa cara de viajera! Aunque estaba a una distancia prudente no hice otra cosa que correr por Biobío hasta que ya no me dieran las piernas.
Me topé en el camino con una casa pequeña de reja baja. De tanto miedo,  di un salto mal parido por mis esfuerzos. Caí al patio con toda la bulla posible: habían retumbado  primero mi  boca y después mis costillas al contacto con unos latones de aluminio y acero. Se escucharon ladridos feroces de los amaestrados vecinos.  Decidí entrar a esa casa que me había dado la impresión de abandono.
No podía más de lo que me dejaba ver la luz de la luna que entraba por la ventana del comedor. Me comenzó a doler la cabeza como hace mucho no me ocurría.  Tenía un olor fuerte a polvo y  a orina de ratas. Al final del pasillo, vi una puerta entreabierta, y al entrar me topé con una señora sentada en una cama que me miraba con miedo hasta que no le dio más el cuerpo y se estiró como un muerto. Del pánico, me paralicé delante de ella, mientras de la boca parecía salir su apestosa alma. Julia murió y yo, aprovechando que los vecinos no habían tenido intención alguna de levantarse de sus paupérrimos lechos, tomé una de las habitaciones como mía y me recosté para descansar las lastimadas costillas y piernas, mientras me saboreaba los labios para entibiar con la saliva los rastros de sangre que me había dejado la caída. De los muertos su relatora no ha huido nunca, pero de los vivos me prepuse huir hasta hoy.


Parte II “El ojo de Julia”

Julia, Julia, Julia… “Cementerios de Valparaíso”... “Nómina de fallecidos el 07 de Octubre de 2004”… “Cementerio número 2 de Valparaíso” “Cementerio de Disidentes, Valparaíso”… Julia, Julia…  “Julia Beatriz Muñoz Vásquez”.
La vida de Julia: Trabajar desde las cinco de la mañana en una panadería de mala muerte, y en las horas de descanso, coger un pedazo de pan para mantenerlo en la boca sin tragar miga alguna. Hasta que llegó Diego, un marinero español que vino a hacer de Julia simplemente el sexo antes de su último cigarrillo. Trató de huir de los acalorados brazos de Diego. No pudo quitarle de encima. La ultrajó con gusto.  Julia sólo logró desligarse de ese cuerpo empapado de maldad,  en un momento de cansancio del marinero, quien sacaba el sudor de su rostro refregando su cara en la espalda de la mujer. Levantando el cuerpo y de un empujón se zafó de Diego y salió de entre los muebles arrastrándose, pero Diego se lanzó y, tomándola de una pierna, la detuvo de su huída. Subió otra vez hasta su altura y acercó una de sus gruesas manos al rostro de Julia, palpó hasta encontrar, su ojo derecho. Se lo arrancó sin piedad. Ese fue el último día que Julia saldría de su hogar y el último en que Diego fumase un cigarro.
Nueve meses pasaron, y nació Diego, bautizado así como un recuerdo. Diego se parecía a su padre en los cabellos castaños y lisos, y a su madre en la languidez de un rostro indígena aterido por más de un centenar de civilizada violencia.
Ya sabía quién era Julia, pero la presencia de Diego y de su descendencia me intrigaba cada día con mayor fuerza. La brisa que debiera ser suave y placentera, me calaba los huesos con su frialdad inmunda. Estaba allí, sin poder desnudar toda la verdad, una verdad que pude resolver luego de veinte años.


  Parte III “Las armas de la medicina macabra”

Mientras leía una antigua revista literaria de la  Unidad de Mediana Estadía del Hospital del Salvador, llamada algo así como UMEnidades, comencé a desarmar una madeja de horror, lejos de la UMEnidad y la humanidad  de  editores y pacientes señalados en el papel.
Uno de los pacientes había escrito una historia simplemente hermosa sobre un hecho terrorífico. El cuento tenía por título “historias de encierro para gente en encierro”, contaba la historia de un submarino que subía cada cierto tiempo a recibir los relatos sobre las experiencias de los hombres y mujeres que permanecían en el Hospital hasta su muerte. La narración incluía fragmentos de las supuestas vivencias que había recolectado el joven de la Unidad de Mediana Estadía en una caminata por el sector de los condenados a  morir en el manicomio, y entre estos fragmentos, uno me provocó tal sensación de náuseas, que debí frenar la lectura.  A cualquiera de los miembros de mi audiencia, le hubiera parecido una narración más,  pero para mí, era la pieza que faltaba para llegar a la verdad. El fragmento era de puño y letra:
Hace mucho que no podía ver, hace mucho, gracias, gracias por ayudarme, hay que salir de aquí, hay que salir de aquí,  te digo que no,  no salgamos por  aquí, salgamos por ahí, por ahí, no, por ahí no, que puede salir el otro ojo, el otro ojo, te está mirando ÉL FUE
Yo me llamo D te digo que no,  no salgamos por  aquí, la segunda conquista
Yo me llamo  D  gracias, gracias por ayudarme, hay que salir de aquí, hay que salir de
El N, vengo del N La segunda conquista JULIA ÉL FUE ÉL FUE
Sal de aquí, por ahí no, el transmisor del N llegó acá
El N el N  trajo niños…  trajo niños, Sonia, trajo niños de los diferentes centros de acogida, eran expuestos a radiaciones hasta su desintegración total, para evaluar  cuáles eran las dosis más altas que podía recibir el humano. el otro ojo
Medicamentos hasta dosis letales  era para el bien era para el bien, era para el bien
La vivisectora del N dejó su huella aquí, la vivisectora                             
La vivisectora, gracias, gracias por ayudarme, hay que salir de aquí, hay que salir      
Era 1973 y un marino español, médico de profesión, sentía por primera vez la brisa  del Pacífico. Con el fin de recuperar con frescor la tortura antigua, Diego colaboró en la formación de la Primera Clínica de Neurolépticos de Depósito, y con ella, a la creación del Primer Centro de Rehabilitación de porteños y otros tantos locos del país.  Diego se posicionaba como el más pulcro de los torturadores.
Después de su rápida aceptación por la neuropsiquiatría nacional, el médico se hizo de colegas de una crudeza que a este punto, podría compararse con un tipo normal de dominación en la sociedad. Trabajó con el microbiólogo Álvaro Barrales, quien tenía la habilidad de diseñar virus y bacterias que, de haber sido esparcidas en la ciudad, hubieran causado la muerte de toda la población; como también con la más grande de las vivisectoras del viejo continente, la biomédica Sonia Quijano, una mujer desalmada que rechazaba la anestesia y disfrutaba probando productos en los ojos de hombres hasta dejarlos ciegos, rebanando los dedos de un paciente con los pies necrotizados o sacando pedacitos de cerebro a una muchacha con el fin de recordar los tiempos mozos de Fançois Magendie y su investigación acerca de los circuitos nerviosos y la sensibilidad del cuerpo. El oncólogo Miguel Pantoja, acérrimo colaborador del militarismo, se unió años más tarde, junto a la creación de la primera Planta Subterránea de Investigación Biomédica y Neuropsiquiátrica basada en la experimentación con prisioneros políticos, enfermos mentales y vagabundos. Pantoja gustaba de provocar tumores en niños con el fin de comprender con mayor detalle la evolución de diferentes tipos de cánceres. El sur de nuestro continente era un área de ensayo  y nueva conquista.
Contarías más detalles, pero se me acaba la tinta,  para mi buena suerte, en el momento preciso cuando las notas de los experimentos que puede hallar me parecen, por lo bajo, repugnantes. Solo agregaré que los experimentos científicos que parecían más leves, fueron ingeniados luego de una tarde recordando a  John Hunter, un médico detestado por defensores de la experimentación en sujetos humanos,  que quería demostrar que la gonorrea era una enfermedad venérea, y decidió inocularse una dosis de pus con la bacteria. Efectivamente en 1767, Hunter demostró qué tipo de enfermedad era la gonorrea, pero sin querer también se contagió de sífilis por medio del mismo pus. Los médicos de la Planta Subterránea, luego de recordar la historia,  decidieron burlarse de Hunter y comprobar que el VPH y el SIDA eran enfermedades de transmisión sexual, algo ya sabido en la década de los ’80. Además incluyeron la Hepatitis y un virus creado por Barrales que iba a degradar a los portadores en el lapso de 5 años. Así, liberaron a un grupo de  prisioneros de buen comportamiento previamente inoculados con los potentes virus y bacterias, y condicionados por Diego, quien les prohibió hablar del centro de investigación y acercarse a los extranjeros. Los hombres, sin saber que habían contraído las enfermedades, las esparcieron por la población menos favorecida económicamente, y después de cinco años, murieron. Paralelamente, el mismo año fueron lanzados para la exportación,  numerosos cosméticos y productos de baño para los tocadores de la elite europea probados en recién nacidos de sangre indígena.

Parte IV “Transmitiendo desde aguas internacionales”

“Esta es Radio El Baúl de Ligeia, desde algún punto del planeta transmitiendo para nuestro puerto sombrío y para todo el universo.  En nuestra sección Fastos lúgubres…  El 2 de agosto de 1883, el gobierno de Domingo Santa María logró la aprobación de la ley de cementerios civiles… Oficializando de este modo la secularización de los espacios de la muerte…” A doscientos treinta metros de la superficie, el N, una bestia de 150 metros de largo y 15 de diámetro, era el último presente que las Fuerzas Biomédicas Internacionales habían entregado a la dictadura nacional. Ahora no es más que un atormentado centro hospitalario donde fueron a parar los últimos pacientes del subterráneo; hombres y mujeres con trastornos psicopáticos severos y secuelas inmejorables de la vivisección y la experimentación neurológica. Era la residencia de los desgraciados sobrevivientes, entre los que se encontraban también los nietos de los connotados médicos terapeutas. Es el año 2024 y las ondas de radio viajan velozmente  por los espacios escupiendo los pormenores de una sociedad esquizofrénica.  La  distancia que recorre la emisora es inmedible por el humano, se habla de recurrir a una Ultra Frecuencia de 10 teraciclos por segundo para su transmisión, que obliga a los receptores del universo a sintonizar la estación en Ultra corta, modificando el juego de bobinas y el sistema de llaves conmutadoras de tres o cuatro pisos para tres o cuatro bandas de Onda. Había sido una frecuencia escondida, utilizada por uno de los movimientos científicos ultraizquierdistas y que irónicamente fue aprovechado por la ultraderecha del país cuando el N, estaba a cargo del Imperio de la Segunda Conquista.      
Siete años después de la creación de la Clínica de Neurolépticos de Depósitos, al ver que algunos pacientes estaban reaccionando más que positivamente a los efectos de los medicamentos, las Fuerzas Biomédicas Marítimas, transformarían al N en el refugio de las familias de los médicos extranjeros; diez años después, los cuatro cabecillas de la medicina macabra se unirían al silencioso submarino. El N, sería un misterio por décadas, ocultando en sus cientos de habitaciones un espectacular centro farmacéutico envidiado por las mayores potencias en biotecnología. El equipo de subordinados, fiel a los mandatos de Diego, continuó con el proyecto de experimentación en la Clínica Biomédica Subterránea. Una planta desconocida hasta hace una semana por el personal del Hospital Psiquiátrico del Salvador.
La siniestra tripulación del gigante marítimo comenzó a cruzar los océanos con la discreción que requería el momento, saliendo solo a la superficie cada tres meses para la mantención del sumergible y la integración de nueva servidumbre (que por cierto, era entregada por los continentes menos favorecidos por las tecnologías contemporáneas). Los médicos no perdieron el tiempo en los diez años que estuvieron a bordo del N y utilizaron a los antiguos tripulantes, como cocineros y mecánicos de la región latinoamericana, para la creación de mejores medicamentos que salvaron a escondidas, a miles de europeos de enfermedades letales.
Las ondas hertzianas, invisibles para los hombres, fueron la entrada a la nueva época del N. Era el año 2001.  Los tripulantes más jóvenes eran los nietos del equipo biomédico y neuropsiquiátrico. Los hijos de los investigadores con ya más de 30 años de edad, habían decidido volver a las heladas aguas del país, con el fin de tocar en algún momento con los pies descalzos las arenas porteñas junto a sus hijos. Diego, el único torturador que quedaba con vida luego la llamada “noche del verdugo” (donde todos sus compañeros padecieron misteriosamente de alucinaciones bestiales que los llevaron a la locura y al suicidio), apoyó la decisión; eran sus últimos años de vida y aún tenía ansias de poder, de ser reconocido como el mayor científico de España; quería ver los resultados de sus experimentos en tierras americanas y qué la experimentación con seres subnormales mejoraría aún más las competencias académicas de los estudiantes de Medicina del viejo continente. Para esto, el español enseñó a los jóvenes navegantes cómo comunicarse con los médicos porteños que aún guardaban el secreto del Centro de Investigación. Los muchachos encantados con la idea de hablar con hombres y mujeres que habitaban la tierra firme del puerto que les había visto nacer, prepararon cada uno, un breve relato de sus experiencias dentro del N y de la contribución del N para el llamado Imperio de la Segunda Conquista, pero cuando habían decidido por fin comunicarse con las entrañas del subterráneo uno de ellos cambió de parecer. De la bitácora de Diego, el único mestizo vivo en esa tripulación  (y quién, adelanto, fue veintitrés años después mi cómplice para descubrir las coordenadas del subterráneo), transcribo:

 El N, 26 de diciembre de 2001
Me hallaba entusiasmado por la transmisión de un mensaje a tierra firme, es algo que no podéis entender desde la libertad, quizás si tuvieseis contacto con los subnormales de la Segunda Conquista, que han permanecido en encierro los mismos años que yo -pero con justa razón- podríais imaginar algo mi profunda emoción.
En medio del mar, después de veinte años de viaje submarino, debo enterar al mundo de mi presencia en la Tierra, pero no me basta con eso, no, quiero que sepa todo el universo que en este Monstruo oceánico, hay un Diego que contribuyó más que esos tipejos de principios de siglo, a la  Medicina posmoderna.
La noche de ayer, antes entregar el relato de mis años en el N, pensé que podía crear una radio capaz de esparcir por el universo nuestro ambicioso proyecto.  En honor al trabajo de mi padre, decidí llamarle “Radio La Segunda Conquista”
Diego Rodríguez Muñoz

El N, 27 de diciembre de 2001
“El condensador tándem será el mismo, y si necesitáis una frecuencia mayor, esta antena transmisora será suficiente, no es necesario preocuparse, hijo, si algo ha de fallar, puedes confiar que el mecánico del N, el más experimentado y por lo mismo, el único que merece aún estar fuera del centro de experimentación, Don Víctor… podrá ayudar”, dijo mi padre; en consecuencia, sólo faltaba transmitir.
Diego Rodríguez Muñoz

Diego, el mestizo, un gilipollas subnormal para los españoles, y un huevoncito medio pitiado para los porteños que le escucharon un año después por medio de la radio; logró con el tiempo posicionarse como el nuevo jefe del Imperio de la Segunda Conquista y pisar el 2004 la Planta Subterránea. Todo para él tenía lógica y era en pos de la mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas,  todo lo empleado por los médicos era bueno y útil, y fue así hasta que encontró entre las salas de cirugías,  un depósito de órganos que su padre había regalado a la vivisectora en el aniversario de la Planta subterránea. Entre los frascos de órganos, yacía un ojo de iris marrón, con la escritura “Recuerdo de mi primer día en Latinoamérica”.
Por ahí, por ahí, no, por ahí no, que puede salir el otro ojo, el otro ojo, te está mirando ÉL FUE
Pasaron 4 años y murió el más sádico de los torturadores de cotona blanquecina. Su hijo mientras, soñaba con destruir de su mente atormentada toda su concepción de vida. Una mirada de amor materno en un frasco le había revelado cuán difícil podía resultar saber la verdad.  
Uní todos los cabos: 1973, Diego, el médico español llega al Puerto. Concepción de Diego, el mestizo. Creación de la Primera Clínica de Neurolépticos de Depósitos. Se integran al proyecto la vivisectora Sonia Quijano y el microbiólogo Álvaro Barrales; 1976,  Creación de la Planta subterránea la Clínica de Neurolépticos de Depósitos, la llamada Clínica Biomédica Subterránea para experimentación con prisioneros políticos, enfermos mentales y vagabundos. Se une al proyecto el oncólogo Miguel Pantoja; 1977, Las Fuerzas Biomédicas Internacionales regalan a la dictadura el N, un gigante submarino para experimentos científicos; 1980, Familiares de los médicos extranjeros habitan el N; 1990: El equipo creador de la Clínica Biomédica Subterránea se une al N; 2000, Suicidio colectivo de los médicos del  N; 2001,  Los hijos de los médicos deciden volver al Puerto para retomar las actividades de sus padres y practicar experimentos científicos en los llamados Subnormales de la Segunda Conquista; 2002, Surge la Radio Segunda Conquista, desde las profundidades del Océano Pacífico, para todo el Universo; 2004, Muerte de Julia. Diego, su hijo cumple 33 años, es el año en que vuelve a pisar Valparaíso; 2008, Muerte de Diego, el español; 2024, Después de 10 años de la muerte de Julia y a 20 años de la formación de Radio Segunda Conquista, de los nietos de los torturadores surge la Radio la El Baúl de Ligeia. Se descubren los crímenes de los creadores del Imperio de la Segunda Conquista. En mi historia ya no habían vacíos ni preguntas: No hay duda, el horror seguirá en las vidas de esta oscura ciudad, en otras historias enredadas en alguna escalera misteriosa, o en las olas hambrientas de protagonismo. Estamos en Radio Ligeia, para todo el Universo. Esto fue Valparaíso de locura y muerte, un programa de su emisora oceánica.



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