jueves, 15 de enero de 2015

"El niño del entretecho " Primera parte, por Francisco Eduardo Sad







Francisco Eduardo sad-. 

Primera parte 


Era sin dudas un día hermoso en el paseo Yugoslavo, no estaba en neblinas como de costumbre en esta región costera. Desde lejos se veían pasar los barcos multicolores, veleros y sonidos roncos de buques imponentes. El aire salino cobraba un dulzor difícil de explicar.  El padre ya se había marchado al trabajo, dejando a su salida una estela magnífica a té remojado y canela, vapores exquisitos por aquellos años.  La mamá con su tijera cortaba los tallos de la albahaca y molía los choclos en su máquina manual. De fondo sonaban tonadas que hablaban de amor y olvido cuasi tangos porteños, pero del puerto de este lado del continente, menos formidables quizás, pero más condimentados se oían envueltos en los menjunjes de la Madre.  El gato Martín yacía blanco bajo las sillas de madera en el comedor, jugueteaba con la alfombra agarrando sus hilos con sus patas delanteras, mientras que con las traseras las desmenuzaba con una paciencia atroz, como destrenzando un mimbre eterno. Sus ojos expandidos y redondamente negros lo hacían ver como un gato de monte, huraño y ensimismado en su destructiva empresa.  El niño restregándose los ojos bajaba por la escalera chillona, rara vez se atrevía a hablar, este silencio le había desarrollado de tal manera la mirada que solo con la inmensidad de sus ojos podía expresar asombrosamente sus deseos.

La Madre le preparó leche y hojuelas, el hermoso niño los miró con detención flotar en el plato, era como observar nubes. Se podía observar múltiples formas en ellos y al revolverlos otras diez formas más, y para cuando ya se había aburrido de imaginar notó como las nubes en su plato se habían atardecido, flácidas y deformes ahogándose en su bóveda láctea.  La Mamá había terminado su pastel de choclo el que se doraba lentamente en el horno. Ciertamente, la albahaca y las pasas en contacto con el calor exhalaban un perfume que se mezclaba rápidamente con el olor a cera de las tablas de la escalera. ¿Cómo describir tal perfume tranquilizador? Etéreo y embriagante a la vez. Un todo inmerso en la tibieza táctil, quizás ese día fue el primer día en que nuestro, por ahora afortunado muchacho, captó la esencia de un hogar . 

Desafortunadamente así como la tibieza es aplacada por el frío, seguramente este aroma duraría menos de lo que cualquier aroma logra persistir en la nariz. Mientras todo esto ocurría la madre inconsciente de toda esta atmósfera se esparramaba por los rincones de la cocina, apretando con pasión un cucharón de roble macizo, bailaba con la salamandra, con la escoba y con Martín el gato, quien escapaba dando saltos circenses por toda la cocina; él era un niño bastante extrovertido si es que alguien le hubiese observado el seso alguna vez, no obstante, desde afuera que era desde donde todos le veían, se mostraba con un niño tímido, inexpresivo y temeroso. Le causaba mucho pánico el ruido que ocasionaba su madre y más aún su Padre que cubría su cabeza detrás del diario vociferando cifras y hechos terribles, atropellos, asesinatos e incendios. Está de más decir que el chico temía horriblemente los diarios, no podía entender como era que en esas páginas hubiera tanta tristeza. Hace algo de tiempo, el pequeño había encontrado el “Diario” tirado cerca de la escalera, estaba revuelto de letras como de costumbre, letras que claramente no comprendía y una foto en el centro con la imagen de una niña pequeña muy hermosa para él, sin embargo, no podía leer su nombre.  

Le llamó tanto la atención la foto de la pequeña que la recortó y la guardó en un frasco vacío de Cacao, para luego ponerlo entre sus muñecos que tenía amontonados en su habitación. Cada noche antes de dormir miraba largo rato la fotografía enmarcada por la crónica del diario, largo rato, hasta que la Madre apagaba la luz. Luego él abría la tapa de su frasco de Cacao, que aún contenía los aromáticos residuos de chocolate. Su dulce aroma le daba la sensación que le producía el bajar en los ascensores porteños, vértigo sumado a la sensación de placer. Este aroma le devolvía además la imagen de su hermosa Penélope enfrascada y en el divagar de este aroma el pequeñito se quedaba finalmente dormido.  Algunas semanas después, el infante descubrió que tocando sus lápices de cera en el papel, deslizándolos con cuidado, podía transcribir imágenes ya fuera mirándolas o simplemente imaginándolas. Esta maravillosa técnica llamada para nosotros: “Dibujar”. Pasar los lápices por el papel le parecía fantástico y que por simple “olvido” sus padres nunca se la enseñaron. El niño aprendía a dibujar y su primera obra fue el retrato deducible de su pequeña recortada.

Corrió por el pasillo, bajó la escalera y decidido tiró presuroso la falda de su Madre para mostrarle “su obra”. La madre vociferando alguna canción miró al pequeño y no le dio atención, él gritaba balbuceante que por favor mirara su “dibujo”… Evidentemente la Madre ya no entendía el lenguaje de los niños, pues es algo que se olvida desafortunadamente cuando se comprende el lenguaje de los grandes.  Se nos olvidaba mencionar que debido a su corta edad, el niño no conocía el rostro de su padre, puesto que éste salía muy de mañana, cuando él estaba recién despierto, y claro no se atrevía a bajar las escaleras con su Padre en casa. Puesto que solo gritaba los horrendos hechos antes descritos y las únicas oportunidades en que quizás algún domingo lo tuvo frente a él pero fue imposible ver su rostro pues éste se encontraba detrás del diario. Tenía la sensación angustiante de que su Padre era alguna clase de monstruo, puesto que divisaba su figura siniestra medio dormido en incontables pesadillas en donde se le acercaba sigiloso en medio de la noche iluminado con los rayos tenues de la ventana de su dormitorio…

 El Padre por su parte, más bien trabajólico, no era asiduo a los niños, sino muy por el contrario puesto que no representaban una fuente de inversión al corto plazo, sino de gastos. A veces, no muy a menudo visitaba al chico en su habitación cuando éste por la noche yacía dormido. Uno de aquellos días, afligido en su obstinada empresa, tomó la biblia que estaba en el cajón de su velador para tratar de comprender los símbolos que tanto le llamaban la atención y poder leer finalmente pero no obtuvo resultados positivos. Algo frustrado, si es que podemos ocupar esta palabra para un pequeño de tan corta edad, decidió inclinarse por el dibujo, pero no había lápices de cera para dibujar. Consultó con sus muñecos, pero estos no le dijeron nada, consultó con Martín, el gato, y consultó con su Madre y esta última fue la única que le respondió o al menos eso pareció:  

“6yLgzas 4rf8ikmtgv 7yhntgvu0opl.7uyhn 7uyhn ARRIBA 8ijm 7uhnikjmujn” 

“ARRIBA” no era una palabra difícil para él, claro que no… ARRIBA, pero dónde, ya no le parecía seguro seguir escuchando la canción de su Madre, la voz vibrante y aguda le parecía aterradora asi que corrió a resguardarse en su habitación. Pensó largo rato hasta que un sobresalto le dio la respuesta. –Claro, cómo no lo pensé antes.Cada vez que su Madre necesitaba algo extraño o difícil de conseguir en la casa, recurría a la casa de arriba. Por alguna rara razón había una casa dentro de su propia casa y eran seguramente sus moradores personas muy generosas, pues como antes mencionaba cada vez que la Madre necesitaba algo como: la máquina moledora de choclo o azúcar recurría a la puerta del techo, pero el chico no tenía las fuerzas para mover la escalera que ocupaba la Madre para subir hasta allí. Recorrió el dormitorio con el afán de solucionar el problema, y bueno, no le quedó otra opción que desvalijar las cajas de sus juguetes más grandes, para después de apilarlos poder entrar en la casa de los vecinos misteriosos y pedirles un lápiz de cera. La puerta de la casa estaba algo vieja notó, pero no era pesada como se la había imaginado.

 -Hola, hola…- ¿hay alguien en casa? -balbuceó el pequeño en su lenguaje infantil, pero nadie respondió. 

El niño que no era un chico tan tímido en su interior, decidido a hacer lo necesario por un lápiz de cera, se escabulló en la “Casa”, notó que no había gente adentro y que era bastante más amplio de lo que se imaginaba, a pesar de que estaba bastante oscuro y olía a invierno, le pareció un lugar claramente inquietante, todo un mundo por descubrir. Había cajas de muchos tamaños, telarañas enormes tan hermosas como los tejidos de crochet de su madre, algunos juguetes que creía perdidos y en una esquina algo que le atemorizaba tanto o más que su Padre… Una torre vertiginosa que daba hasta el techo de diarios viejos.

Luego de bajar con unos cuantos crayones se dispuso a dibujar. Fue imposible, le había llamado tanto la atención ese mundo ajeno al suyo.  No habíamos mencionado que el pequeño era hijo de una familia bastante pudiente y de no haber sido su Padre un tacaño habría disfrutado de un caserón, que era el lugar en donde vivía, lleno de lujos más de los que ya tenía, pero que pasaban desapercibidos para él hasta el día en que subió hasta ese mundo. Al día siguiente o eso creyó, subió nuevamente al desván y encontró una victrola, la que después de algún rato hizo funcionar, era parecida, aunque más pequeña que la de la sala en su casa. Mientras hojeaba los libros que se esparcían por todos lados. Sentía de a poco que algunos íconos le eran familiares como Dios o leche, que aparecía en una publicidad con los mismos símbolos que decía aparentemente leche en su tarro medio lleno puesto en la cocina. Sintió que había pasado bastante rato desde que subió y nadie lo había notado. –La Madre le daba escasa atención pues vivía en su mundo ideal de tangos y arrepentimientos. En sus años de juventud se había enamorado de un trasandino, pero el destino como le llamaba ella no le había permitido quedarse junto a él en el otro “Puerto” y se había tenido que conformar con un matrimonio arreglado por su propio bien, lo que la hacía una mujer eternamente desdichada y alejada del amor… Maternal-  Era el comienzo de la década de los setenta y todo estaba revuelto, el Padre trataba de salvar una que otra propiedad para que no le fuera confiscada por el gobierno socialista- El pequeño notaba con pesar como su Madre temblorosa miraba la foto de un señor que tenía escondida en un frasco de canela y debió ser por eso aparentemente –pensaba - que de tanto mirar en el frasco o por querer hacerlo que todos los postres y hasta el té tenían el mismo aroma que la foto. Era un señor sonriente, con sombrero parecido a los que colgaban del perchero junto a la puerta de entrada.- Fue cuando tomaba su leche de media tarde cuando de un portazo cayeron unas polillas que estaban pegadas al techo, una quedó dando vueltas en la leche como espiral alrededor de la bombilla de plata que sostenía, le pareció sorprendente ver cómo daba vueltas sin parar bajando lentamente mientras sorbía la bombilla en su vaso. Abrió los ojos tan grandes que creyó que le iban a salir volando, cuando vio caer con fuerza el periódico en la mesa, junto a su leche… Como queriendo pensar que era un sueño miró lentamente hacia arriba, continuando desde el borde de la mesa hasta un abrigo empapado azul marino. Luego el cuello blanco a rayas de una camisa almidonada y en seguida una nariz puntiaguda enrojecida por el frío en la que descansaban unos lentes redondos aumentando el tamaño de los ojos de El Padre. Se miraron a los ojos, el niño, sintió que era el mismo hombre que le visitaba por las noches, el mismo hombre fantasmal y entonces sin quererlo esparramó la polilla en una gran ola sobre la mesa, dejando una espumante mancha tibia que se expandía por el decorado del mantel. Se quedó helado, petrificado, todo se quedó en silencio mientras el Padre movía la boca y su nariz roja le contagiaba el resto de la cara, enrojeciéndola hasta las orejas y ese color rojo no era cualquier rojo, era rojo pero de ira. La Madre, rápidamente, quitó el mantel azul con bordados. El pequeñín corrió por su vida escaleras arriba y se escondió en la casa de más arriba, mientras escuchaba algunas palabras alteradas de su padre, como recién aprendía a entender, solo comprendió palabras como: Pronto, Golpe, rápido… No comprendía si derramar la leche era algo tan terrible como para esto. Inmediatamente supo que algo muy malo ocurría y temía profundamente ser el causante. Deseó jamás crecer, deseó la calma y el consuelo de la soledad. –El amor le era ajeno-  Despertó luego de un rato, medio tapado por algunas hojas de Genoveva que le hacían sentir que estaba cubierto por mantas de hilos impresos. El olor a humedad y a papel comenzaban a cobrar valor dentro de su conciencia y la oscuridad en la que se encontraba pareció abrazarle cálidamente. Se quedó observando el techo, tendido hasta que las sombras se aclararon y una sutil gama de colores comenzaron a darle forma a este mundo extrañamente confortante. El niño bajó de la casa de más arriba hasta su habitación y se durmió.  Al otro día notó que el Padre estaba abajo por las palabras roncas que subían por la escalera, también notó que la Madre había mirado la fotografía del señor con sombrero porque olía a té y canela por todos lados. Desde el pasillo que daba a la sala observaba al señor que ahora no traía abrigo, pero que conservaba su nariz gigante intacta. En vez de oír los acostumbrados tangos de la Madre, esta vez el Padre oía con atención la radio que hablaba las mismas atrocidades que el diario… 

Por un momento el niño llegó a pensar que su padre era un hombre malvado que disfrutaba de esos hechos tan terribles. De pronto apareció la voz de un señor que hablaba de “Golpe de estado”, pero el chiquillo fuera de entender estas palabras no sabía su significado.  Entraron a la casa una serie de señores que comenzaron guiados por la Madre a empacar todo. El teléfono, los muebles, los frascos incluso el de canela… El chico tuvo miedo, y recurriendo a sus cajas para que no lo envolvieran a él también las apiló para subir, pero con la prisa que llevaba no pudo evitar que cayeran justo al conseguir treparlas. Estaba lloviendo fuerte afuera y no comprendía que era lo que pasaba, no le cabía en la cabeza la idea de que sus padres envolvieran todo y lo pusieran en cajas. ¿Para qué?.  Escondido en la casa de más arriba escuchó como gritaban ¡Lucas!, ¡Lucas!...No sabía quién se llamaba así, de hecho llegó a creer que ese era su nombre pero claro que no, él se llamaba “Niño” esa era la forma en que había oído que lo llamaban desde siempre, -Niño!, la leche- claro. Debe ser uno de los señores de abajo pues debe ser amigo del Padre, porque varias veces en el desayuno el Padre preguntaba a la Madre por Lucas, y ella le decía que estaba bien… “La Madre se echó a llorar luego de un rato, seguramente fue porque le habían envuelto sus cosas. El señor del frasco aparentemente era un hombre importante para ella y claro, que se lo escondieran no era algo agradable”… -A mí no me gustaría que me escondieran mis lápices – Pensó para sí el pequeño. Mamá gritaba y lloraba –¡Lucas!, ¡Lucas!- como queriendo que apareciera aquel llamado Lucas; sin embargo la voz ronca de uno de los señores la interrumpió vehementemente diciendo que ya no había manera, y que el tiempo estaba en contra… De esta manera se sintió el cerrar de la puerta de entrada, mientras el pequeño en su refugio lleno de temor y silencio continuó inmóvil. En seguida el rugir del motor de un camión delataba le ida de sus padres y de aquellos señores, el rugir por unos segundos se perdió entre el perturbador ruido de sirenas que aparecieron en el acto y el martillar de un tiroteo enmarcó aún más el silencio en el entretecho. Luego de unos minutos el silencio lo enmudeció todo.  Pasaron los días y el infante no escuchaba la voz de la Madre, el gato maullaba rasguñando la puerta hasta que se oyó el quebrar de un vidrio, entonces el gato no se oyó más. Seguramente tenía hambre y había escapado. El niño también tenía hambre pero no podía bajar pues no había cajas para hacerlo. 



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